Perplejidad. Son 11 letras que resumen de manera simple y profunda la reacción de un mundo que ya se creía de vuelta de todo y se encontró con el bostezo del tercer milenio cortado de modo tajante, absurdo y (esperemos que no) definitivo. Adiós a los debates; a los “ya hemos hablado de eso; qué sentido tiene; no hay ningún paradigma que cambiar”. La naturaleza, Dios o un asistente distraído en un lejano laboratorio (que para el caso viene a ser lo mismo), han determinado que corramos a escondernos en nuestras cuevas, apenas asomándonos para conseguir comida, amenazados por el aire, doblegados por el miedo y, sobre todo, inmensamente solos frente a la incertidumbre.
Incertidumbre. Bonita palabra. Ideal para comenzar un segundo párrafo. Por definición de la academia, incertidumbre es bla bla bla. Incertidumbre es esto, amiga, amigo; es no saber qué pasará mañana o de qué viviremos la semana entrante; si este virus podrá ser derrotado, o en dos meses dará una graciosa vuelta a su ADN para volver a atormentarnos. Incertidumbre por no saber todavía con certeza a quién afecta y de qué modo, por qué a veces es mortal y otras veces no; con qué patrón etario se rige en sus ataques; dónde está, de dónde viene, dónde se ha posado. Incertidumbre que nos deja con la boca abierta y por eso hay que cubrirla con barbijos y tapabocas de todo tipo.
Y en este pandemonium, en esta Babel donde no alcanzan las camas ni los respiradores, los trabajadores de la cultura, los que recorremos los suburbios del arte y, por qué no, los artistas hechos y derechos, nos preguntamos a qué vamos a dedicarnos. Con teatros, museos, galerías y auditorios cerrados a cal y canto, la poesía temerosa y las cuentas que no dejan de llegar, nos volvemos a preguntar, una y otra vez, quién nos necesita.
De momento lo que se ve, y se agradece, es un trabajo de trinchera. Aquí y allá, más por propia necesidad que por un cálculo oneroso, los artistas trabajan y se expresan cada cual desde su forzado encierro. Grandes músicos que sólo se veía brillar en el escenario o tropezar ebrios en tal o cual fiesta, aparecen desde el salón de sus casas, entonando las canciones que cantan cuando están solos. Los actores van un poco más allá y se han llevado a cabo experimentos de teatro interconectado, cursos online, o simplemente el diálogo, tan simple y franco como lo permiten las ventanas del Instagram. Los escritores y poetas se sienten en la obligación de captar y transmitir el mensaje de sus torturadas almas para aliviar la soledad de un público insospechado. Y así vamos pasando los días, semana tras semana, hasta cuando la historia, por sí sola, decida dar vuelta la página.
Pero cuando todo haya pasado—porque de verdad, esto pasará algún día—será el momento de reconstruir. Y aquí es donde los trabajadores del arte tenemos la obligación de adaptarnos a un mundo paradójicamente interconectado, pero aislado más que nunca del contacto humano real. Nos encontraremos con depresiones masivas y duelos inabarcables; una economía en ruinas, muchos nuevos pobres y una necesidad de esperanza como tal vez muy pocas veces se ha experimentado globalmente, más allá de las grandes posguerras del siglo XX cuyas heridas todavía sangran.
Tal vez todavía es prematuro decir que la pandemia del coronavirus actúe como un portentoso cierre de la hipermodernidad y todas sus angustias. Pero digamos que hasta hace muy poco tiempo el gran interrogante era como lograría salvar la humanidad este gigantesco muro de vacío que el capitalismo logró erigir a fines del siglo XX. La naturaleza totalmente inmolada en pos del dinero; el deseo compulsivo, que exige la satisfacción inmediata en algo que usa y se descarta. El placer devenido en gozo; el mostrarse y ser visto como única prueba válida de la existencia; el abandono en que hemos dejado a nuestros viejos; la mirada que esquiva los bolsones de miseria; la quimera de la meritocracia que convirtió la vida en una feroz competencia contra el fracaso; y la increíble falacia con la que el mercado nos ha convencido de que triunfar es consumir y fracasar es no lograrlo.
La pandemia ha venido a derribar muchos de esos falsos ídolos al costo cruel de centenares de miles de vidas y, acaso lo peor, nos puso cara a cara con la miseria y la futilidad de una realidad que ya ni siquiera intentaba maquillarse bien.
Cuando al fin despertemos de esta pesadilla no sabemos aún cuál será el paisaje ni cuan profundos los daños. Pero hay algo que es cierto. Ahora más que nunca es evidente la necesidad de un arte colectivo, utilitario y comunitario que nos devuelva la consciencia del otro. El otro de afuera y ese otro íntimo cuyo rostro salió a la luz en las largas horas del encierro.
El mito del artista solitario, que encerrado en su talento y narcisismo alumbra una obra cumbre, ya no tendrá sentido. Lo que viene es un concepto de arte como herramienta social. Un arte vivo y performático que ponga su capacidad sanatoria al alcance de una humanidad despojada de sus máscaras.
Y afortunadamente, algo de eso ya estaba pasando. Esto es, tenemos con qué.
Hace varios años trabajaba con un grupo dependiente de la Universidad Nacional de La Plata (en Buenos Aires, Argentina), al que dimos en llamar “Proyecto Faro”. El mismo consistía en un grupo de docentes y alumnos de Bellas Artes que interactuaba con otro grupo proveniente de Educación Física. Nuestra tarea era recorrer los colegios pobres del conurbano donde habíamos recibido informes de que fermentaban ciertas problemáticas determinadas: bullying, drogas, suicidio adolescente, etc.
Llegamos a una institución perdida en un barrio remoto con el dato de que en el mismo se manifestaba una especie de depresión masiva que afectaba tanto al alumnado como a los docentes. El cuerpo directivo no se explicaba por qué. Así que pusimos manos a la obra.
Lo primero y más importante era lograr la aceptación de los adolescentes. Esto lo conseguimos mediante un comic. El mismo había sido guionado por todo el equipo -bajo la batuta de un profesional- y dibujado por uno de los mejores profesores de Bellas Artes. Estaba impecablemente impreso (esto fue importante porque los jóvenes se manifestaron sorprendidos de que fuera “para ellos”) pero su contenido tenía una crudeza que aún hoy me sorprende que haya pasado los filtros ministeriales. En el comic se veía un grupo de jóvenes ignorados por sus padres, alejados de sus docentes, a merced del narco y resolviendo sus cuestiones de manera violenta. La protagonista era una chica que sufría bullying por parte de otra que provenía de un hogar disfuncional. Las dos tenían problemas con las drogas. El final era trágico pero esperanzador.
La historieta fue un éxito y los chicos se mostraron sorprendidos de que alguien, por fin, les hablara en su mismo idioma y sin juzgarlos. El paso siguiente fue invitarlos a compartir una serie de juegos de mesa de corte cómico que referían a la adolescencia y sus decisiones. Al mismo tiempo, quienes así lo querían, podían colaborar en la grabación del video que registraba toda la actividad; y para ello recibieron nociones del proceso de producción de documentales. De pronto se generó bullicio en las aulas, conversaciones, risas y, muy pronto, confesiones.
Así nos enteramos de un pequeño dato que las autoridades habían omitido brindarnos. El año anterior habían ocurrido en el colegio dos suicidios. Dos chicas muy queridas por todos habían terminado con sus vidas. Las dos se habían visto sofocadas y acorraladas por problemas de drogas pero, sobre todo, identidad de género.
Una vez que el tema salió a la luz el camino comenzó a allanarse. Les propusimos realizar un mural colectivo en homenaje a las compañeras. En principio querían pintar sus dos rostros en el patio del colegio, pero alguien del equipo las convenció de hacer algo no tan “mortuorio”. Surgió entonces la idea de pintar las cosas que a ellas les gustaban. Se hicieron reuniones en las que cada quién manifestó sus recuerdos, anécdotas, sensaciones. Luego fue el turno de sintetizar todas esas historias en imágenes realizables sobre la pared del patio. Se consiguió que la asociación cooperadora brindará los materiales, algunos vecinos aportaron pinturas y pinceles, se gestionó el permiso del Ministerio y pusimos manos a la obra.
El mural se realizó en una jornada que incluyó kermese, campeonato de futbol mixto, números musicales y una radio abierta. Se acercaron los vecinos y se generó un verdadero festival. Mientras se desarrollaban todas las actividades, quien lo deseaba podía unirse al equipo del mural, que era mínimamente asesorado por profesoras y alumnas de bellas artes.
La movida fue un éxito. Todo el mundo habló y escuchó, se desactivaron situaciones de bullying y segregación. Y se puso hincapié en que, más allá de la guía del equipo, todo había surgido de ellos. Y que de ellos dependía continuar con la propuesta.
Han pasado varios años y seguramente se produjo el recambio generacional, pero el mural sigue allí, y por lo que sabemos también funciona la radio abierta. En la pintura hay cosas simples: flores, una guitarra, un mar, libros, ventanas abiertas, bocas, ojos. Pero en esas paredes perdidas en un colegio humilde todavía vibra la fibra humana de la resiliencia. La valentía de ponerse en pie, juntar los propios pedazos y armarse otra vez. Y apostar a que, como pasa con los huesos cuando se rompen, el callo de calcio nos haga más fuertes.
En síntesis. Ya pasó el tiempo del genio individual pintando su Gioconda para la posteridad. Ahora el genio debe salir a repartir sus pinceles entre la gente. Para que todos aprendan a exorcizar sus pesadillas, culpas y frustraciones a través de la expresión. Y si de paso se provee de agua potable un caserío indigente, mucho mejor; y si con el dinero recaudado se construyen hospitales, enhorabuena; y si cantando aprendemos a homenajear a nuestros muertos, tal vez nuestra consciencia se libere de gran parte de su carga y podamos utilizarla para imaginar un mundo nuevo e ir hacia él. En principio más sensato, de consecuencia natural más justo; con menos goce y más placer. Más natural, austero y tal vez, sólo tal vez, un poquitito más feliz.
Gustavo Lencina, investigador – Autor
Imagen de portada: Primavera Sound. Fuente: InStyle.