Para mí el drama está en eso, señor: en la conciencia que tengo, en que cada uno de nosotros se cree “uno”, pero no es cierto, es “muchos”, señor, “muchos”, según todas las posibilidades de ser que hay en nosotros, “uno” con este, “uno” con aquel, – ¡y tan diferentes! Y con la ilusión de ser siempre “uno para todos” y siempre “este uno” que nos creemos, en todos nuestros actos.

Luigi Pirandello, Seis Personajes en busca de un autor

El personaje nace, vive y, en ocasiones, muere, de la misma forma que lo hace cualquier ser vivo. La variedad y la riqueza de las vidas que los personajes experimentan en los textos dramáticos no tienen nada que envidiar a esas vidas reales de las que se encuentran rodeados. Se podría decir que, de alguna manera, a ojos del lector, no hay diferencia entre ellas. Y, sin embargo, hay una insoslayable: la construcción de la identidad del personaje reside en las convenciones literarias y en la verosimilitud.

Resultaría inabordable (inacabable) detenerse en lo que los diversos críticos de la literatura han planteado al respecto. Es, pues, necesario acercarse a un ejemplo concreto y desde una perspectiva suficientemente enriquecedora para su tratamiento. El estudio del personaje que se propone aquí se orientará hacia finales del siglo XIX, momento en el que nace una nueva forma de narrar y que con el tiempo recibirá el apelativo de “teatro moderno” o “teatro modernista.

La categoría del personaje es importante puesto que es aquella que se relaciona más evidentemente con el subconsciente y la racionalidad del autor. Sería difícil encontrar a algún escritor que no admitiese haber recurrido a algún rasgo de su carácter, o de su experiencia propia, en el proceso de invención y configuración de sus personajes. Lo que sucede con el personaje dramático, y especialmente en el teatro moderno, es que no es sólo un carácter “apresado” dentro de los límites creativos de su autor, o “subyugado” a la interpretación del actor en el escenario. El personaje dramático moderno se somete al interminable castigo de la construcción identitaria, de forma que, como la persona “real”, el personaje se inscribe en el mundo, lo interroga, le responde y lo valida.

Este posicionamiento está fuertemente defendido por algunos de los dramaturgos modernos, como Luigi Pirandello o Samuel Beckett. En las obras de estos autores, el efecto de la conciencia no se basa necesariamente en una realidad destinada a duplicar la nuestra. Los personajes también se plantean su propio sentido y luchan contra el contexto de su propia realidad. Incluso, en ocasiones parecen tener conciencia de que han sido escritos para representarse a sí mismos dentro del microcosmos que habitan.

El filólogo ruso Mijail Bajtín, en su obra Hacia una filosofía del acto ético (1997) se refiere al concepto de “intersubjetividad” o “intertextualidad” para argumentar que la palabra literaria no se limitaba a algo fijo, sino a un diálogo entre varios lenguajes y niveles de escritura: el del escritor, el del destinatario y el del contexto cultural – ya fuese el presente o el pasado. Desde aquella descripción, Bajtin distinguía dentro del personaje una “identidad propia” – vinculado al más puro ser, tanto de su apariencia como de sus roles – y una “identidad relacional” – vinculada a la relación del personaje con el mundo que lo rodea y las relaciones con los otros personajes de las historias. En opinión de Bajtín, al igual que les ocurre a las personas, un personaje no podía constituir su propia imagen en un todo más o menos concluido. La convivencia con otros personajes y las múltiples interpretaciones que de él realizan, hará que la categoría de su propio “yo” se halle en una constante remodelación-adaptación. Si la subjetividad del personaje es producto del sentido que otros le otorgan, nunca alcanzará a ser un todo idéntico.

La interrelación, y el conflicto, entre estos dos modos identitarios – el propio y el relacional – constituyen el elemento central sobre el que orbitará el teatro moderno. Ya no se trata de celebrar la representatividad fingida de los personajes, sino de exponer la tensión candente entre la multiplicidad de personalidades que le definen a todos los niveles la identidad del personaje teatral.

En Seis personajes en busca del autor (1921) – probablemente no sólo la obra más célebre de Luigi Pirandello si no también su obra más atrevida – son los seis personajes “en persona” quienes aparecen en escena en medio de un ensayo de actores. Se establece significativamente, un desdoblamiento radical entre personajes y actores, donde queda claro que los personajes no son los actores. En un intento desesperado, estos seis personajes solicitan al director que sea quien dé “forma artística” al doloroso drama que imprime sus identidades.

Los personajes se ven obligados a ser consecuentes con su naturaleza de personajes (como tales) que les lleva necesariamente a representar ese drama latente para el que han sido creados pero que no aún han vivido realmente: están condenados a repetir su historia sin la posibilidad de cambiar un ápice de cuanto les ocurre. Y es aquí donde aparece la contradicción más trágica: por una parte, se muestran independientes, liberados de autor, y por otra están atrapados en una especie de determinismo que les impide cambiar el futuro – que es en realidad ya un pasado. Los rasgos que reflejan la identidad del personaje se entrecruzan con los relativos a su conducta y a las relaciones que mantienen con el resto de personajes, produciéndose una semiotización de muchos de los rasgos caracterizadores, que se convierten en arquetípicos. De hecho, en la obra de Pirandello solo se pueden encontrar personajes “tipo.” Los nombres son algo trivial en comparación con el rol que le ha tocado representar a cada uno: Se encuentran el Director, los actores, el Apuntador, el Guardarropa, el Tramoyista o el Conserje; entremezclados con los personajes más puramente ficcionales (definidos como ficticios): el Padre, la Madre, la Hijastra, el Hijo, el Muchacho y la Niña. Así, los rasgos de identidad del personaje quedan convertidos en sustrato y justificación de su comportamiento, pero sometidos a la actuación de los otros agentes del relato.

Samuel Beckett seguiría los pasos de Pirandello y se nutriría de las fórmulas del dramaturgo italiano para acometer su propio proyecto. ¿Cuál? El de que sus personajes asimilasen la misma problemática del sujeto moderno: La conformación de una subjetividad orientada hacia la búsqueda de una verdad intrínseca que unifique al ser, en un mundo de disociaciones y pluralismos. La gran mayoría de personajes beckettianos se representan como conscientes de la farsa y de la parodia de una condición de vacío generada por la búsqueda inútil de la integridad de su identidad.

En Fin de la Partida (1957) el mundo de los personajes se restringe a un refugio apocalíptico, una habitación aislada de la vida exterior. La fisura respecto del mundo exterior no impide que tenga lugar una larga conversación en el “ interior” entre los dos únicos personajes, una receta habitual en las historias de Beckett. Las relaciones afectivas “lingüistizadas” entre Hamm y Clov ayudan a matar el tiempo, a través de historias del pasado y distorsiones de la memoria, pero son los mismos relatos que repiten insistentemente hasta la saciedad. No obstante, la necesidad de hablar frente a la falta de palabras prevalece como parte de la identidad relacional de estos dos personajes. La rutina cotidiana, la vida e historias a las que alude Clov, no son otra cosa que el presente dramático, única realidad posible que, de no existir, haría que los personajes se desvanecieran. De allí que “la comedia de todos los días” sea el único encadenamiento y a su vez la única situación dramática gracias a la cual existe. La supervivencia de su condición de personaje y el deseo de autoidentificación les hace encadenarse a un diálogo permanente y repetitivo que se estructura en torno a las mismas preguntas y respuestas y a la conciencia de progresión que tienen de su “relación”:

HAMM ¿Por qué te quedas conmigo?

CLOV: ¿Por qué me retienes?

HAMM: No hay nadie más.

CLOV: No hay otro lugar.

Tras todo lo comentado, no queda más que concluir que el sujeto teatral no comienza a vivir sino cuando establece relaciones “dialogadas” con el resto de personajes, en medio de los cuales se orienta. Los resortes de la identidad, las dimensiones más oscuras de la personalidad humana, conformadas por pasiones o deseos muy íntimos, se descubren y se derriban a partir de la reflexividad conjunta de los personajes en escena. En un intento por escapar de la multiplicidad, el sujeto dramático se precipita a buscar insistentemente estructuras significativas que le autodesignen, le definan y le haga continuar viviendo con la ilusión de ser uno “sólo”.

Fuente: PirandelloWeb


Imagen de portada: Republik