Cómo otras novelas de ficción histórica, El Gatopardo tiene un regusto ciertamente melancólico. Un precedente del que se nutre es La Cartuja de Palma, de Stendhal, que también trata de una historia enclavada en el ocaso de una época. De hecho, Tomasi de Lampedusa era un ferviente admirador de Stendhal, y prueba de ello es que, salvo por un ensayo que escribió sobre la prosa del francés, la novela de El Gatopardo constituye el único manuscrito que Lampedusa dejó como legado.
El Gatopardo toma como punto de partida mayo de 1860, fecha en la que Garibaldi desembarca en Marsala para encabezar la expedición de los camisas naranjas que expandiría la unificación italiana y la soberanía de Víctor Manuel de Saboya a toda Sicilia. Aun así, no estamos ante una novela histórica. La obra no encaja en los cánones del historicismo oficial y precisamente su visión escéptica del Risorgimiento, señalando con crudeza los aspectos antiheroicos y burgueses de la revolución, la valieron bastantes detractores dentro de la Accademia. Al final, dado que suele ser este tipo de instituciones las que deciden si una obra trascenderá o no los anales de la literatura, parece ser que la novela del príncipe de Lampedusa fue condenada a convertirse en una estrella errante, y a vagar a través del tiempo hasta que alguien le diese finalmente una cita perenne, o fuese olvidada definitivamente.
Para hablar sobre El Gatopardo hace falta remitirse a su autor pues es de su vida de donde nace la trama, el protagonista, y la obra. Giuseppe Tomasi de Lampedusa fue efectivamente príncipe de Lampedusa, descendiente de una larga línea nobiliaria siciliana que terminaría en su generación. Fue un ferviente lector y prefirió antes las letras a la vida de palacio. Tardó dos años en escribir El Gatopardo y cuando lo hizo, en 1957, la obra no encontró ningún editor, muriendo nuestro hombre sin ver publicada su novela. Tras un año de su muerte, se dice que la obra llegó a manos de Giorgio Bassani, quién se quedó tan fascinado que fue él mismo se encargó de hacerla publicar. La novela cosechó un éxito sin precedentes y a día de hoy es la obra que más se enseña en los colegios italianos, junto con la Divina Comedia y Los Novios, de Alessandro Manzoni.
Como he dicho antes, existe una estrecha analogía entre la obra de Lampedusa y la de Stendhal. En la obra del francés, la revolución que convulsa Italia es la napoleónica. Sesenta años después, Italia se encuentra una vez más bajo la convulsión de una revolución salvadora – esta vez de mano de los “propios” italianos – y de nuevo se vislumbra un fin de una época. Incluso el nombre del protagonista es el mismo en ambas obras: En Stendhal, Fabrizio del Dongo se consume en el status quo, la vela se apaga, el héroe declina. En Lampedusa, Don Fabrizio de Salina observa con resignación la futilidad de los acontecimientos históricos italianos, el derroche de recursos humanos, la superficialidad del ideal. Por lo tanto, se trata más bien de una ficción histórica pues la postura que toma es la de la inevitabilidad de la cuestión siciliana, un tanto pesimista, un poco loftcrasiana. Giovanni Verga y Luigi Pirandello ya trataron precisamente esa misma cuestión un siglo antes que Lampedusa, pero con todos los rasgos de El Gatopardo: las consecuencias del cambio de la sociedad feudal borbónica a la unificación italiana, la equidistancia de la situación insular con el resto del país – algo que ahora apodamos tímidamente como la “cuestión del sur”. Estas novelas hablan de la unicidad, de la particularidad de Sicilia y, en el caso de la novela de Lampedusa, quizás sea la que mejor lo hace.
En Sicilia, el tiempo parece haberse suspendido. Antes de ir a enrolarse con los garibaldinos, el joven Tancredi le dice su tío Fabrizio, el príncipe de Salina: Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie. Más tarde, será el viejo príncipe quien emplee la misma fórmula con su confidente, don Ciccio, cuando le habla sobre la necesidad de que el noble nombre de los Salina se mezcle con los Sèdara, una familia que posee una posición dentro del horizonte económico y social de la Italia de finales del siglo XIX. Y es que, como revela maravillosamente don Fabrizio al jesuita padre Pirrone, mientras que a la iglesia le ha sido explícitamente prometida la inmortalidad, a nosotros como clase social no; para nosotros un paliativo que prometer durar cien años equivale a la eternidad, no tengo la necesidad de acariciar más lejos con estas manos. Don Fabrizio no sabía qué sería de sus eventuales descendientes en 1960, lo que si debía sospechar es que la Sicilia en la que sus hijos y nietos vivirían seguiría sumida en el mismo atolladero.
El espíritu de Il Gattopardo es la reafirmación de la intemporalidad, la postura de su creador a negar la evolución social, mientras señala la perennidad de una sustancia histórica que se perpetúa, inmutable, a través de las revoluciones, las guerras, y las transmutaciones políticas. Frente a lo que pueda parecer, la obra de Lampedusa no es un manifiesto de una convicción ideológica explícita. Se trata más bien de un efecto sensorial que hace que los olores, las ideas y las emociones, tan atractivamente presentados, configuren un mural renacentista que ha sido congelado en el tiempo. No ocurre nada que los enlace y confunda en una continuidad, en esa sucesión de experiencias en que, en la vida real, nuestras vidas van disolviendo el pasado en un presente al que, a su vez, el futuro va devorando.
No hay causalidad, ni hay progreso. Suceden los días, pero en el fondo nada se conecta ni cambia, sólo una sucesión de monarcas, de casas reales, de símbolos de poder. En el pasado la Corona de Aragón, después la Borbónica, tras esta, la Piamontesa. Ahora, en vez de un lustroso gatopardo, el símbolo que cuelga del balcón del consiglio comunale será un banderín tricolor. Pero bajo esos cambios de nombres y rituales, la sociedad será idéntica en sí misma, en su inmemorial división. Lampedusa encauza sus pensamientos a través de la boca de don Fabrizio – como si se tratase del Golem y su creador – siendo pues el narrador quién razona y el personaje quien transmite, aunque el lector pueda apreciar como en verdad son ambos quienes viven, en silencio, la tragedia ¿Es acaso el príncipe Fabrizio un personaje resignado? No lo creo. En todo caso, un acérrimo pesimista, convencido de que los trastornos históricos que vive son puro ruido. Pero sí sabe – y le pesa – que el mundo de ficción y de apariencias, que son el único sustento de la aristocracia, está destinado desaparecer pronto. Y con él los grandes bailes, los engalanados encuentros, los veranos en Donnafugata.
Pese a la impronta melancólica, puede que El Gatopardo se trate de una de las mejores odas a la juventud, y a la decrepitud, dentro de un espacio donde, paradójicamente, el tiempo no fluye y la historia no se mueve. También, el lenguaje exquisito con que intenta recrear su visión de Sicilia, el amarillo del paisaje, la hediondez de las calles de Palermo, los colores vívidos y a su vez desgastados de los frescos de los palacios, el aspecto abandonado de los bustos de nobles pretéritos romanos, desaparecidos hace siglos. Al final, es la mezcla entre el paisaje y las vicisitudes históricas lo que acaba imprimiendo esa actitud particular en el individuo siciliano. La violencia del paisaje, la crueldad del clima, esta tensión continua en todos los aspectos, estos monumentos, incluso del pasado, magníficos pero incomprensibles porque no ha sido edificados por ellos, y que se hallan en torno como bellísimos fantasmas mudos, todos estos gobiernos que han desembarcado armados viniendo de quién sabe dónde, inmediatamente se han expresado solo con obras de arte enigmáticas para nosotros y concretísimos recaudadores de impuestos, gastados luego en otro sitio. Todas estas cosas son las que han formado su carácter, además de esa insularidad del ánimo que les hace permanecer en ese estado de ensoñación frente a las fatalidades exteriores.
El relato es por tanto un espejismo, una forma de engañar al lector embelleciendo o endemoniando algunos aspectos de la realidad, como el amor juvenil entre Tancredi y Angélica, como el paseo bajo las estrellas de don Fabrizio en sus noches de vigilia, como los exaltados garibaldinos entonando el Va Pensiero de Verdi tras haber conquistado Palermo. Pero ¿qué es la existencia sin esos espejismos?, o más bien ¿qué es una novela sin esos espejismos? Esos espejismos nos dignifican, nos hacen soñar, y su ausencia no hace más que empobrecer la vida, enemistarnos con ella. El Gatopardo es intensamente ambivalente, pero nunca fatalista.

Película El Gatopardo (1963) basada en la novela. Fuente: Cinestonia
Imagen de portada: Tomasi di Lampedusa. Fuente: Wikipedia.